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Silvestre Revueltas: el relámpago que nunca se apaga

Escrito por Aldo Rodríguez el 14 de octubre de 2025

A 85 años de su muerte

I. El aula, el origen: la primera chispa

Hay recuerdos que no se olvidan porque nos revelan quiénes somos. Para mí, uno de ellos tiene nombre y rostro: el del maestro José Magdaleno. Era un hombre reservado, discreto, que llegaba al salón con su grabadora bajo el brazo y, sin grandes discursos, nos abría una puerta: la de la música. En aquel primer año de secundaria, en el Instituto Don Bosco de la Ciudad de México, su clase de Educación Artística era motivo de burla para algunos. Reía la ignorancia, porque no entendía que aquella música —el Huapango de Moncayo, los Sones de Mariachi de Blas Galindo, la Sinfonía India de Carlos Chávez y el Homenaje a Federico García Lorca de Silvestre Revueltas— no era mero adorno: era una iniciación.

Fue ahí, en ese salón de adolescentes inquietos, donde escuché por primera vez el nombre de Silvestre Revueltas. Y fue entonces cuando algo en mí se encendió. Su música me atrapó desde el primer compás. Años después llegaría Sensemayá y ya no hubo vuelta atrás: esa obra se volvió para mí una cumbre mental, un vértigo sonoro que imita el deslizarse hipnótico de una serpiente en compás de 7/8. Nada igual había escuchado. Nada igual volvería a existir.

II. Descubrimientos y epifanías: el universo Revueltas

La vida quiso que mi encuentro con Revueltas se profundizara con el tiempo. En los años ochenta conocí al Cuarteto Latinoamericano y su primera grabación de los cuatro cuartetos de cuerdas del compositor. Conversamos largamente sobre el rescate de esas partituras, sobre la forma en que había que acercarse a ellas: con respeto, con curiosidad, con la certeza de estar frente a algo irrepetible. Aquella experiencia fue, en efecto, una caja de Pandora: cada obra revelaba un rostro distinto de Revueltas, un lenguaje en constante transformación.

Más tarde vinieron Cuauhnáhuac, sus obras orquestales y de cámara, sus partituras teatrales y cinematográficas. Y en 1993, en el Festival Internacional Cervantino, escuché por primera vez la versión original de Sensemayá, junto a un programa dedicado al “verdadero Revueltas”. Fue un acontecimiento trascendental: oír a Jesús Suaste y a la entrañable Lourdes Ambriz cantar sus canciones con ensamble fue una experiencia que marcó mi memoria musical para siempre.

III. Revueltas en carne viva: la anécdota de Don Luis Ortega

Hubo otra experiencia, años después, que marcó mi visión del compositor. Di clases durante diez años en la Escuela de Música de la Facultad de Artes de la Universidad Autónoma de Sinaloa. Nuestro plantel se encontraba atrás de Catedral y, a principios de los noventa, emigramos a la antigua Facultad de Arquitectura, frente al estadio de béisbol. Fue ahí donde conocí a un personaje inolvidable: don Luis Ortega Moreno, un gran violinista, un hombre encantador lleno de anécdotas, a veces lépero, siempre franco y entrañable.

Me encantaba conversar con él porque había sido alumno de Silvestre Revueltas. Sus relatos eran vívidos y cercanos: me contaba cómo llegaba Revueltas al conservatorio después de una juerga nocturna, oliendo a alcohol, a noche, incluso a vómito, siempre despeinado, siempre desaliñado. Y sin embargo —o quizá precisamente por eso— era un genio indiscutible. Ortega me decía con una sonrisa cómplice: “Era como nosotros… el mismo humor, la misma sangre del noroeste. Era uno de los nuestros”.

Esa frase quedó grabada en mí. Detrás del mito del compositor, detrás de la monumentalidad de Sensemayá o de la energía volcánica de Cuauhnáhuac, había un ser humano profundamente humano: imperfecto, apasionado, contradictorio. Y esa humanidad es, quizá, el verdadero núcleo de su arte.

IV. El hombre, el genio, el relámpago

Silvestre Revueltas nació en Santiago Papasquiaro, Durango, en el corazón de la Sierra Madre Occidental, apenas a unos 300 kilómetros de Culiacán. En su sangre corría el impulso creador del noroeste mexicano: indómito, visionario, apasionado. Pertenecía a una familia ilustre de artistas y pensadores, y él mismo fue una mente adelantada a su tiempo. Su obra no responde a modas ni a estilos: brota con la fuerza telúrica de quien ve más allá de lo que los demás alcanzan a imaginar.

Siempre he creído —y lo sostengo hoy— que si Revueltas hubiera vivido veinte años más, habría sido pionero en el serialismo, en la dodecafonía, en la música electrónica, en la abstracción sonora. Su mente estaba destinada a romper moldes. Lo intuyes en la densidad rítmica de Sensemayá, en la violencia contenida de Cuauhnáhuac, en el dramatismo casi cinematográfico de sus partituras. Su lenguaje anticipa mundos que otros apenas comenzarían a explorar décadas después.

V. Revueltas y México: el eco de una identidad

La importancia de Revueltas en la historia de la música mexicana es inmensa. No fue solamente un compositor: fue un espejo en el que México se escuchó a sí mismo con crudeza y belleza. En su música están el bullicio urbano y la soledad del campo, la lucha social y el sueño colectivo, el dolor y la esperanza. Él no buscó un “nacionalismo” folclórico: creó un lenguaje profundamente nuestro, pero abierto al mundo, universal por su fuerza emocional y su rigor estructural.

Obras como Sensemayá se estudian y se interpretan en todo el planeta porque en ellas hay algo más que “música mexicana”: hay arte verdadero, en estado puro. Esa partitura, basada en el poema afrocaribeño de Nicolás Guillén, es mucho más que un poema sinfónico: es un rito, una invocación ancestral hecha sonido. Cada acento rítmico, cada color orquestal, cada gesto dinámico revela a un compositor que entendió el poder de la música como metáfora de la existencia.

VI. El final del relámpago

Cuenta la historia que, en una de esas noches de juerga y excesos, Silvestre Revueltas fue sorprendido por una tormenta que lo empapó por completo. El frío, el cansancio y la embriaguez conspiraron en su contra: aquella noche lo llevaría a una neumonía fulminante de la que jamás se recuperó. Así se apagó físicamente un hombre de apenas cuarenta años, pero en ese mismo instante comenzó a encenderse el fuego de su inmortalidad.

Porque Revueltas no murió: trascendió. Se convirtió en uno de los espíritus más luminosos y gloriosos que ha tenido este país en materia de música. Su obra sigue viva, sigue latiendo en cada compás, sigue cuestionando y conmoviendo a quien la escucha. Y seguirá haciéndolo mientras exista un oído dispuesto a dejarse estremecer.

VII. El legado: un fuego que no se apaga

Ochenta y cinco años después de su muerte, Silvestre Revueltas sigue siendo un relámpago en el horizonte musical. Su obra no envejece porque fue concebida desde la raíz de lo humano: el conflicto, la pasión, la lucha, la utopía. Escuchar sus partituras es, aún hoy, escuchar el latido de un país entero buscando su voz en medio del caos.

Para mí, Revueltas no es sólo un nombre en la historia. Es una presencia constante, un maestro invisible que ha acompañado cada paso de mi formación. Desde aquellas primeras clases de secundaria hasta los escenarios más importantes donde su música ha resonado, su espíritu ha estado ahí: desafiando, conmoviendo, recordándonos que el arte verdadero no se conforma con describir el mundo, sino que lo transforma.

En el pulso febril de Sensemayá, en la intensidad de sus cuartetos, en el grito colectivo de sus orquestas, Silvestre Revueltas sigue hablándonos. Y mientras lo sigamos escuchando, seguirá vivo: no como un recuerdo, sino como una fuerza que nos empuja a imaginar lo imposible.

Silvestre Revueltas (1899-1940) murió joven, pero su música no conoce el paso del tiempo. Desde la sierra duranguense hasta las grandes salas de concierto del mundo, su voz sigue creciendo, multiplicándose, recordándonos que el arte verdadero nunca muere. Sólo cambia de forma. Sólo se vuelve eterno.