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TRON: tríptico de luz y código (1982–2010–2025)

Escrito por Abel Botello el 20 de octubre de 2025

Hay películas que no solo se ven: se habitan. TRON es una de ellas. Cuando la vi por primera vez —con amigos, en VHS, a mitad de los ochenta— entendí, sin saberlo del todo, que el cine podía ser un diagrama viviente: líneas de fuerza, semánticas nuevas, una metafísica del silicio. En su corazón late la misma pregunta que atraviesa mi oficio de compositor y programador: ¿qué ocurre cuando un ser humano fabrica un sistema que empieza a devolverle la mirada?

I. 1982: La aurora fosforescente

La TRON original no fue solamente una fábula tecnológica; fue una invención de lenguaje audiovisual. Su “resplandor” no nació de píxeles ubicuos —eso vendría después—, sino de una artesanía híbrida: filmación tradicional, óptica, animación y un proceso que hacía brillar trajes y escenarios con máscaras iluminadas desde atrás. Ese truco de luz, combinado con algunos de los primeros segmentos de animación computarizada para cine, le dio al mundo un vocabulario visual completamente nuevo.

La música de Wendy Carlos fue también una obra adelantada a su tiempo: un sincretismo de electrónica analógica y digital con orquesta sinfónica. Esa mezcla, que en la pantalla suena como catedral electrónica, desborda la dicotomía “orgánico vs. digital” y convierte los circuitos en arquitectura sonora.

El color en TRON es semiótica. La película organiza bandos y funciones con azules, rojos y amarillos, un código cromático que dialoga con la idea teológica de los “usuarios” (los programadores del mundo real) y sus “programas” (sus criaturas dentro del sistema). La semejanza de rostros entre creador y creado no es un capricho: es una tesis visual sobre la proyección de la voluntad humana en la herramienta.

En su estreno, TRON desconcertó: demasiado atrevida para el ojo promedio, demasiado nueva para la crítica. No fue reconocida por la industria en su momento, pero con el paso del tiempo se convirtió en una película de culto cuya influencia técnica, estética y conceptual hoy es innegable.

II. 2010: La caverna estereoscópica

Veintiocho años después, TRON: Legacy reapareció como una experiencia estereoscópica que convirtió la oscuridad en material dramático. El mundo ahora era más sobrio y elegante: superficies negras, líneas minimalistas, una paleta deliberadamente restringida, dominada por un azul metálico enfrentado a naranjas intensos. Ese duelo cromático dramatiza la tensión ética del sistema y las oposiciones entre el creador y su creación.

Los trajes de los personajes iluminaban de verdad y muchas veces eran la fuente de luz en escena. Sumado al uso del 3D y a la recreación digital de personajes, Legacy convirtió el brillo de TRON en un “espacio-luz” táctil y envolvente.

En lo musical, Daft Punk elevó el legado de Wendy Carlos con una escritura que cruzó electrónica, orquesta y pulsación cinematográfica, haciendo del “pulso de la red” un leitmotiv físico. Y en lo filosófico, Legacy amplió el vocabulario de la saga: introdujo la noción del “ADN digital” y la posibilidad de que de la propia red emergieran formas de vida imprevistas. La película instaló la intuición de que un código puede portar diferencia cualitativa, no solo cantidad de datos.

III. 2025: Ares y la frontera porosa

TRON: Ares llega cuando la palabra “algoritmo” ya no espanta y la inteligencia artificial ha salido del laboratorio a la vida cotidiana. La historia sitúa la acción en un escenario aún más complejo, con múltiples redes que representan distintos mundos digitales. La imaginería se vuelve más tectónica, con el rojo y el negro como emblemas de amenaza y militarización.

La trama opera como parábola contemporánea: empresas rivales materializan entidades digitales en el mundo físico, pero sus creaciones “mueren” a los pocos minutos. El talismán narrativo es un “código de permanencia” que permitiría estabilizar a esos seres artificiales. El protagonista —un programa de élite llamado Ares— cruza la frontera para recuperarlo y, en el proceso, descubre el germen de una conciencia ética.

En el plano sonoro, la elección de una estética industrial más cruda, centrada en texturas electrónicas densas, marca un viraje. Donde Legacy insuflaba grandilocuencia sinfónica, Ares explora la fricción entre máquina y cuerpo. Es música de bordes: precisa, áspera, deliberadamente incómoda. Una ética acústica para una ontología inestable.

La película honra y reinterpreta los íconos originales. Las motocicletas de luz —la joya de la corona del universo TRON— fueron reconstruidas con una mezcla de respeto por la tradición y exploración de nuevas tecnologías visuales, convirtiéndolas en un símbolo del diálogo entre pasado y futuro.

IV. Semántica y mito: de “usuario” a “IA”

Miradas en secuencia, las tres películas cartografían el desplazamiento de nuestro léxico tecnológico:

1982 fija “usuario/programa” como alegoría del vínculo creador-creatura: el programador imprime su rostro en la herramienta.

2010 introduce la idea del “ADN digital” y la emergencia de lo imprevisto. La red deja de ser un simple espejo y se convierte en un ecosistema.

2025 problematiza la “permanencia”: ¿qué responsabilidad contraemos cuando permitimos que una inteligencia no biológica adquiera continuidad material?

En ese continuo, el color deja de ser un elemento decorativo para convertirse en una gramática ética. Azul, rojo, verde y negro no son solo estéticos: codifican cosmovisiones y regímenes de poder. Cuando Ares adopta el rojo como dominante, no solo identifica el antagonismo; señala el costo del militarismo algorítmico en tiempos de inteligencia artificial generativa.

V. Música: de la catedral de voltaje al pulso industrial

El arco sonoro de TRON narra la misma evolución conceptual con timbres:

Con Wendy Carlos, la electrónica conversa con lo sinfónico y el circuito se vuelve órgano.

Con Daft Punk, la pulsación rítmica se mezcla con cuerdas y metales para transformar la red en un templo sonoro.

Con la nueva estética industrial, el sistema ya no necesita barniz sinfónico: suena a metal tensado, a máquina que piensa. No hay adorno, hay fricción.

Como compositor, reconozco el gesto: programar también es orquestar. Un patch, un script o un modelo de inteligencia artificial son instrumentos. Piden ética, no solo pericia. TRON me enseñó que cada línea de código es una decisión estética y política; que un “usuario” responsable escucha la música de sus decisiones antes de ejecutarlas.

VI. Coda: La parábola del espejo

TRON siempre fue menos “sobre computadoras” que sobre relaciones: con nuestras criaturas técnicas, con el poder que delegamos en ellas y con la imagen que devuelven de nosotros. La primera película sacraliza el encuentro: el creador entra en su obra. La segunda canoniza la alteridad: el sistema engendra vida no prevista. La tercera nos enfrenta al pasaje final: la criatura pisa nuestro mundo y exige un futuro.

Visto así, el tríptico escribe una ética para el siglo XXI: la técnica es un espejo moral. Lo que hay del otro lado no es un monstruo ni un ángel: es la forma que tomen nuestras decisiones. Por eso sigo volviendo a TRON: porque me recuerda que componer —como programar— es, al final, modular luz.