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RAPTURE: CUANDO LA CIUDAD INVENTA SU PROPIA LUZ

Escrito por Aldo Rodríguez el 9 de diciembre de 2025

La década de los ochenta fue un laboratorio de luminosidad. Un sitio donde la música pop dejaba de ser un simple entretenimiento para convertirse en un mapa sensible del mundo que estaba por venir. Cada género, cada escena, cada pequeña revolución sonora parecía dialogar con la otra, como si el planeta entero hubiera descubierto, de pronto, que podía escucharse a sí mismo. Y en medio de ese estallido creativo apareció Rapture, de Blondie, una pieza que hoy, 45 años después, sigue funcionando como un punto de inflexión. No sólo en la historia del pop, sino en la forma en que entendemos el cruce de culturas, ritmos y posibilidades estéticas.

Blondie venía de conquistar al mundo con Heart of Glass, esa mezcla improbable —y por eso tan seductora— entre el pulso disco y la sensibilidad new wave. El sencillo apareció en 1978, dentro del álbum Parallel Lines, y no exagero si digo que ese track redefinió la década antes de que comenzara. Era como si Debbie Harry caminara por una cuerda tensada entre dos mundos: uno de sofisticación urbana y otro de intuición callejera. Pero sería con el disco Autoamerican, de 1980, cuando Blondie daría un salto que nadie había previsto: un álbum que abría las ventanas de Nueva York para que entraran el funk, el reggae, las texturas electrónicas y, por supuesto, ese naciente universo que se gestaba en el Bronx y Harlem: el rap.

Rapture fue una provocación estética en el mejor sentido del término. La primera vez que uno la escucha, sorprende su suavidad: esa cadencia lánguida, casi flotante, que sostiene una voz que no quiere imponerse, sino deslizarse. Y, de pronto, entra el rap. No como un gesto comercial, no como una imitación, sino como algo que la propia Debbie Harry absorbe y devuelve desde su identidad: caucásica, rubia, star neoyorquina que observa el bullicio de la ciudad y lo interpreta a su modo. Eso, precisamente, hizo que la canción causara un terremoto cultural. Blondie se convirtió en la primera mujer blanca en grabar un rap dentro de un sencillo masivo. Un hito que trajo consigo aplausos y críticas: algunos sectores de la comunidad afroestadounidense sintieron que el género —su género, nacido de su historia y de su experiencia— estaba siendo invadido. Pero, paradójicamente, Rapture también sirvió como puente: abrió la puerta para que el rap saliera de su zona geográfica, para que se instalara en el imaginario de millones que, sin esa canción, quizá nunca lo habrían escuchado.

El texto de Rapture es un pequeño poema futurista disfrazado de juego urbano. Habla de calles, de extraños personajes cósmicos, de criaturas que devoran autos y ritmos. Es un delirio delicioso donde la palabra se convierte en ritmo y el ritmo en una forma de relatar un mundo que muta. Estamos en 1981: Nueva York es una ciudad dura, llena de grietas y luces, con pandillas, subculturas, estudios de arte improvisados, DJs conectando tornamesas, y un MTV recién nacido dispuesto a amplificarlo todo. En ese ecosistema, Rapture funciona como un espejo: ve la ciudad no como amenaza, sino como laboratorio creativo. Y Debbie Harry, con ese fraseo casi ingenuo y esa ironía tan suya, pone en la mesa algo que pocos se atrevían a reconocer: que la música se alimenta del constante mestizaje, lo busquemos o no.

Sugarhill Gang había abierto la puerta dos años antes con Rapper’s Delight, un himno que convirtió al rap en un fenómeno pop. Pero Rapture hizo otra cosa: convirtió al rap en un lenguaje estético que podía convivir con el disco, con el funk, con el new wave y con la sensibilidad femenina dentro de una industria dominada por hombres. Otras voces blancas llegarían después —inglésas, europeas, norteamericanas—, pero Rapture es la pieza que marca el inicio de esa posibilidad.

Me gusta pensar que Rapture no es una canción sobre apropiaciones culturales, sino sobre cómo una ciudad entera respira en una sola voz. Blondie no intentó parecer del Bronx; intentó reconocer que en su propio entorno algo estaba naciendo, y que era imposible ignorarlo. Esa honestidad, esa intuición para abrir la ventana y dejar entrar el ruido del mundo, es lo que hace que la canción siga viva, fresca y luminosa.

Hoy, cuando escuchamos Rapture, oímos el eco de una era donde la globalización musical apenas despertaba, donde MTV era una promesa, donde la internet era apenas un boceto en un laboratorio, y donde la música —como siempre— estaba diez pasos adelante de la tecnología. Oímos, también, el homenaje involuntario a quienes crearon el rap desde la marginalidad, desde la pobreza, desde el pulso sincopado del barrio. Y oímos el gesto de una artista que, en lugar de mirar hacia atrás, decidió escuchar hacia los costados, hacia ese rumor eléctrico que se transformaría en uno de los géneros más influyentes del siglo.

Rapture es eso: una conversación entre mundos que en apariencia no deberían encontrarse. Y sin embargo, lo hacen. Y cuando lo hacen —en 1981, en 2025, o cuando sea que volvamos a escucharla— nos recuerdan algo fundamental: la música, cuando es verdadera, se escribe siempre desde la frontera. Y desde la frontera ilumina.