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Giordano Bruno: el fuego de las estrellas

Escrito por Aldo Rodríguez el 12 de octubre de 2025


I. El hombre que soñó el infinito

Hay nombres que el tiempo no borra, porque su resplandor pertenece más al cosmos que a la historia.
Uno de ellos es Giordano Bruno.

Monje dominico en su juventud, filósofo, matemático, poeta, astrónomo, soñador, y, sobre todo, espíritu libre.

Nació en Nola, cerca de Nápoles, en 1548. Su camino comenzó entre los claustros silenciosos de un convento, donde las oraciones se mezclaban con la sospecha y el deseo de entender. Pero Bruno no era un hombre de obediencia ciega. En su mente ya ardían visiones que desbordaban los muros de cualquier templo.

Allí, en la calma de su celda, intuyó lo que aún pocos se atrevían siquiera a pensar: que el universo era infinito, que el Sol era una estrella entre innumerables soles, y que la Tierra —ese pequeño punto que el orgullo humano había puesto al centro del cosmos— giraba, como todo lo vivo, en una danza eterna de luz y sombra.

Bruno no buscaba herejía: buscaba verdad. Y la verdad, cuando es demasiado grande, suele asustar.

II. El peregrino del pensamiento

Abandonó la orden dominica, renunció al hábito, y se convirtió en un peregrino del espíritu. Viajó por Europa llevando consigo un fuego que nadie podía apagar.

Fue recibido, sí, pero también rechazado. Excomulgado por la Iglesia católica, excomulgado por los calvinistas, excomulgado por los luteranos. Parecía que no había altar donde cupiera su fe en el infinito.

Pensó que Inglaterra —tierra de Shakespeare, de Bacon, de mentes inquietas— sería refugio.
Pero tampoco allí halló comprensión. Sus ideas eran demasiado vastas, demasiado luminosas para los confines del dogma.

Yo siempre he imaginado que Giordano Bruno hubiera sido feliz en los Países Bajos. Allí donde las ideas viajaban de mano en mano como cartas secretas, donde había un mercado subterráneo no de armas ni de oro, sino de libros prohibidos.

Allí, donde la curiosidad era una forma de fe. Allí, quizás, Bruno habría encontrado una patria. Pero su destino estaba marcado por la coherencia, no por la comodidad.

III. El universo como revelación

“Hay innumerables soles y tierras innumerables que giran alrededor de esos soles, igual que los siete planetas alrededor del nuestro.”

Así escribió Bruno, y con esa frase encendió la hoguera del pensamiento moderno.

Para él, el universo no era un escenario, sino una criatura viva. Cada estrella era un sol, y cada sol, el centro de un sistema con sus propios mundos, sus propias formas de vida. El cosmos, decía, está lleno de espíritus, de movimientos, de energía que vibra en armonía. Lo divino no está encerrado en un templo: habita en la totalidad de lo que existe.

Su concepción era profundamente poética, pero también científica. Anticipó la pluralidad de los mundos, la infinitud del espacio, la equivalencia entre el hombre y el cosmos. Dios no como un vigilante externo, sino como la sustancia de todo lo que respira.

Era, en muchos sentidos, hermano de Spinoza, aunque anterior a él. Ambos vieron que el fuego del universo era también el fuego de la conciencia.

IV. La sombra y la llama

Regresó a Italia sabiendo que lo esperaban la sospecha y la condena. El Santo Oficio lo apresó en Venecia, luego lo trasladó a Roma. Pasó ocho años en prisión, resistiendo torturas físicas y espirituales. Y sin embargo, nunca se retractó.

Le ofrecieron el perdón si negaba sus ideas. Pero Bruno comprendía que retractarse era apagar una llama que no le pertenecía. Y así, el 17 de febrero de 1600, en el Campo de’ Fiori, fue quemado vivo. Mientras las llamas subían, dicen que pronunció una frase que aún vibra en la historia:

Quizá ustedes temen más al pronunciar mi sentencia que yo al recibirla.

Murió el cuerpo, pero el pensamiento se volvió constelación. Ese fuego que lo consumió fue también el fuego de las estrellas que él mismo había intuido.

V. El infinito interior

Giordano Bruno no fue un mártir religioso: fue un mártir de la conciencia. Defendió la libertad del pensamiento cuando pensar libremente era un delito. Creyó que el universo no tenía centro, porque cada ser era su propio centro. Y en esa visión se anticipó a la física moderna, a la cosmología, a la noción cuántica del todo interconectado.

No se trataba solo de astronomía, sino de una nueva espiritualidad: una espiritualidad cósmica donde el hombre no domina la creación, sino que se sabe parte de ella.

Bruno nos enseñó que el verdadero pecado no es dudar, sino dejar de mirar hacia arriba. Y que el pensamiento, cuando arde con la luz del universo, no puede ser silenciado ni por los siglos, ni por el fuego.

VI. El eco de su voz

Hoy, en pleno siglo XXI, cuando la ciencia ha confirmado que el universo es efectivamente infinito, que existen miles de sistemas solares, que hay mundos posibles girando en torno a otras estrellas, el eco de Giordano Bruno resuena con una fuerza casi profética.

Él no vio telescopios, ni sondas, ni satélites. Vio con los ojos del alma lo que nosotros apenas comenzamos a entender. Y tal vez esa sea la verdadera grandeza del espíritu humano: imaginar antes de ver.

VII. Epílogo: el fuego que no se apaga

Admiro a Giordano Bruno por su valentía, por no haberse doblegado, por haber sostenido su verdad aun frente a la muerte. Su pensamiento une ciencia, poesía y fe en un mismo latido. Porque creer en el infinito es creer en nosotros mismos.

Y cada vez que observo el cielo nocturno, cuando las estrellas parecen mirarnos como espejos antiguos, pienso que, en algún lugar de ese abismo luminoso, la chispa que fue Giordano Bruno sigue encendida.

No en una hoguera terrenal, sino en el corazón mismo del cosmos. En el fuego eterno de las estrellas.