El Dios de Spinoza y la Conciencia del Cosmos
Escrito por Aldo Rodríguez el 10 de octubre de 2025
I. Entre el cometa y la nave de los ancestros
Este texto nace a propósito de dos artículos recientes que escribí: el primero, sobre el enigmático objeto interestelar 3I Atlas, cuya trayectoria hiperbólica —tan distinta al comportamiento de un cometa común— desafía nuestras categorías astronómicas; el segundo, sobre la relación entre ese misterioso visitante y la nave Destiny de Stargate Universe, esa creación de los “ancestros” que cruza el universo con un propósito desconocido.
Fue precisamente en medio de esas reflexiones —entre ciencia y ciencia ficción, entre ecuaciones orbitales y mitologías cósmicas— cuando volvió a mí una vieja pregunta: ¿qué entendemos por Dios? No el Dios de las religiones institucionales, ni el que exige dogmas o templos, sino ese otro Dios que se intuye en la armonía de lo que existe. El Dios de Baruch Spinoza.
II. Spinoza, el excomulgado luminoso
Baruch Spinoza (1632–1677) fue condenado por su propia comunidad con una sentencia devastadora: “maldito sea de día y maldito sea de noche”.
Su “herejía” consistió en afirmar que Dios no era un ser separado del mundo, sino su misma sustancia infinita: Deus sive Natura —Dios, o la Naturaleza—. Para Spinoza, no existía un cielo remoto ni un infierno subterráneo, sino una sola realidad divina, eterna y presente en todas las cosas: una piedra, un árbol, una galaxia, un pensamiento.
Aquella visión —radical para su tiempo— borró los límites entre lo sagrado y lo profano. Dios no está afuera: es el universo mismo. Y por eso Spinoza no negó a Dios: lo devolvió al cosmos.
III. Einstein y la espiritualidad de la razón
Siglos más tarde, Albert Einstein retomó ese hilo invisible cuando declaró:
“Creo en el Dios de Spinoza, que se revela en la armonía de lo que existe, no en un Dios que se interesa por los destinos y acciones de los hombres.”
Einstein —que veía belleza en las ecuaciones y música en la geometría del espacio-tiempo— encontró en Spinoza una espiritualidad sin religión: una fe en la estructura del universo, no en su arbitrariedad.
Y ahí también me reconozco.
Porque aunque no soy un hombre religioso —ni lo fueron mis padres, ni he sentido jamás la necesidad de templos—, me quedo con el Dios de Spinoza: un Dios que no castiga ni premia, que no exige sacrificios, sino que invita al asombro. Un Dios que no responde oraciones, porque es la energía que las hace posibles.
IV. El cosmos como templo
Desde las alabanzas solares de Akenatón hasta las meditaciones de Spinoza o las palabras de Carl Sagan, la humanidad ha buscado a lo largo de los siglos una misma intuición: Dios es el cosmos.
Akenatón vio en el disco solar —Aatón— la fuente de toda vida. Sagan lo dijo con sencillez cósmica:
“Somos polvo de estrellas que reflexiona sobre las estrellas.”
El telescopio y el microscopio son hoy los vitrales de una nueva catedral. La ciencia no anula lo sagrado: lo revela en la estructura íntima del universo. Cada átomo, cada vibración, cada espiral galáctica es una forma de la divinidad.
V. Invocaciones: el lenguaje del alma que reconoce al cosmos
Y es precisamente desde esa misma visión que surgió una de mis obras más personales: Invocaciones.
La concebí como un puente entre la voz humana y el pulso del universo. En ella elegí seis oraciones —seis textos ancestrales— que el hombre ha creado desde tiempos remotos para comunicarse con lo sagrado.
Pero muchas de estas invocaciones no se dirigen a un “Dios” en el sentido tradicional, sino a la energía primordial que sostiene la existencia.
Ahí está el Salmo 133, que no invoca a un dios personal sino a la fuerza de la amistad y de la hermandad;
el Libro de los Muertos egipcio, que describe cómo el alma —esa energía desprendida del cuerpo— se prepara para cruzar el horizonte oriental; y el poema de Quetzalcóatl, que medita sobre la muerte y el olvido como tránsito natural de lo viviente.
Todas ellas son manifestaciones de lo mismo que Spinoza intuyó: que lo divino no es una figura antropomórfica que habita fuera de nosotros, sino una energía sin rostro que nos atraviesa y nos constituye.
Así, Invocaciones no es una obra religiosa: es un acto de reconocimiento. Es el canto de una especie que busca el sentido de su existencia en el tejido mismo del cosmos.
VI. 3I Atlas, la nave y el destino
Volviendo a 3i Atlas, pienso que su aparición no es solo un acontecimiento astronómico, sino también simbólico. Ese viajero interestelar nos recuerda que el universo está vivo, que no gira en torno a nosotros y que, sin embargo, somos parte inseparable de su danza.
Al imaginarlo como la nave Destiny, me doy cuenta de que esa nave somos también nosotros: una conciencia errante en busca de significado. Y en esa búsqueda, la idea de Spinoza resuena con más fuerza: si Dios es la sustancia del universo, entonces cada órbita, cada explosión estelar, cada partícula, es una forma de lo divino.
VII. Hacia una fe cósmica
Ahora que nos acercamos al final del primer cuarto del siglo XXI, necesitamos madurar nuestra espiritualidad. Las religiones, con sus símbolos y narraciones, cumplieron su papel; pero ha llegado el tiempo de una fe cósmica: una fe que no tema a la ciencia porque entiende que la ciencia es otra manera de rezar.
Cada descubrimiento, cada fórmula, cada nota musical, es una forma de plegaria.
VIII. Dios en la flor y la mariposa
El Dios de Spinoza no necesita altares. Está en la flor que se abre, en la mariposa que reposa, en la supernova que colapsa a millones de años luz. Es un Dios sin religión, pero con presencia en todo.
Un Dios que no habla, pero que resuena en la armonía de lo que existe.
IX. Epílogo: la música del todo
Spinoza, Einstein y Sagan —cada uno a su manera— nos recordaron lo mismo: todo vibra. El universo entero es una sinfonía sin final, en la que cada átomo es una nota y cada conciencia, una cuerda sensible.
Si somos capaces de escuchar esa música, si aceptamos que somos parte del todo, ya no necesitaremos buscar a Dios: lo estaremos experimentando.