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OLIVIER MESSIAEN: El tiempo suspendido, la fe sonora

Escrito por Aldo Rodríguez el 10 de diciembre de 2025

Olivier Messiaen nació un 10 de diciembre de 1908. No es un dato menor. Diciembre es un umbral: el mes del silencio, de la espera, de la contemplación. Un tiempo donde algo se detiene para que otra cosa —más honda, más luminosa— pueda aparecer. Messiaen pertenece a ese linaje de creadores para quienes el tiempo no avanza: se revela.

Conocí a Messiaen primero por los libros… y luego por el impacto directo del sonido. La primera vez que escuché su música fue gracias a una serie radiofónica que marcó época: Nuevos mundos del sonido, transmitida por la radio de la Deutsche Welle. Ahí se analizaba “Mode de valeurs et d’intensités”, esa obra para piano que cambió silenciosamente la historia. Para mí fue una revelación. No una obra más, sino una puerta abierta. Una grieta en el modelo tradicional de pensar la música.

En aquel entonces ya había llegado a Messiaen por otro camino: el de los números. Mi cercanía con el pensamiento serial, con Arnold Schoenberg, con esa idea de que la música podía construirse a partir de estructuras numéricas rigurosas, me llevó inevitablemente a él. Muchos desconocen que estudié ingeniería bioquímica. Pero para mí, matemáticas y música nunca han estado separadas. Siempre han dialogado. Ecuaciones, procesos estocásticos, algoritmos, sistemas… la música como un laboratorio de pensamiento y de escucha.

Messiaen entendió eso antes que muchos: que el sonido podía organizarse desde múltiples dimensiones simultáneas —altura, duración, intensidad, timbre— y que cada una podía emanciparse de las otras. Pero lo extraordinario es que, aun con ese rigor casi científico, su música jamás perdió el asombro, ni la fe, ni la dimensión mística.

Mis primeras partituras de Messiaen llegaron a mis manos gracias a mi primer maestro de composición, Sergio Villarreal. Recuerdo con claridad cuando abordamos el Cuarteto para el fin de los tiempos. No es solo una obra maestra: es una declaración ética y espiritual. Compuesta en un campo de concentración, en medio de la barbarie absoluta, esa música desafía al horror con una belleza que no grita, que no denuncia, sino que contempla. El tiempo se dilata, se rompe, se vuelve eterno. Ahí Messiaen nos dice que incluso en el abismo es posible escuchar a Dios… o al menos un eco de lo sagrado.

Luego vino el universo de las aves. El Catalogue d’oiseaux, donde la naturaleza deja de ser inspiración para convertirse en notación exacta. Messiaen no imita pájaros: los traduce. Los vuelve estructura, ritmo, color. Y, por supuesto, Vingt regards sur l’Enfant-Jésus, esos Veinte miradas al Niño Jesús, una obra profundamente navideña, no por su candor, sino por su teología sonora. Es música escrita desde una fe asumida sin complejos. Messiaen era profundamente católico, y como decimos en México, nunca negó la cruz de su parroquia. Su obra no pide permiso: cree.

Hay una anécdota que siempre me ha conmovido. Un amigo muy querido, Carlos Agón, trabaja en el IRCAM, me contó que en su primer día de trabajo ahi en los inicios de 1992, llegó temprano, nervioso, emocionado. Al entrar, vio salir a un hombre mayor. Se cruzaron. Ese hombre le preguntó: “¿Trabajas aquí?”. Mi amigo respondió: “Sí, es mi primer día”. El hombre le sonrió y le dijo: “Muchas felicidades. Ojalá dure muchos años”. Tiempo después, Carlos supo que aquel hombre era Olivier Messiaen. Murió poco después. Como si hubiera bendecido el inicio de otra escucha.

Messiaen no pertenece solo al siglo XX. Pertenece a otro plano. Su música no avanza hacia adelante: se eleva. Suspende el tiempo, lo colorea, lo vuelve visión. En diciembre, cuando el mundo se desacelera, su obra cobra un sentido especial. Nos recuerda que crear no es solo innovar o romper, sino escuchar con devoción, pensar con rigor y creer —profundamente— en lo invisible.

Messiaen no nos dejó recetas. Nos dejó miradas. Y cada una de ellas sigue ofreciendo, todavía hoy, un regalo silencioso.


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